lunes, 27 de abril de 2009

CAP 1: LA CIUDAD Y EL RIO






De entre los elementos paisajísticos con los que he definido el lugar Logroño en el texto citado de la introducción (planicie del río Iregua, cerco de tesos arcillosos, río Ebro y montañas en lontananza) el Ebro es seguramente el elemento más complejo a la hora de intentar establecer una relación arquitectónica. En primer lugar porque la esencia de su corriente dinámica se opone a la pretensión estática de la ciudad, y en segundo lugar porque ese dinamismo es estacional, variable, y en una escala no fácil de controlar.
Vista así la relación entre la naturaleza y la obra humana, no es extraño que Heidegger, en su célebre texto “Pensar, habitar, construir”, eligiera al puente como la obra arquitectónica por excelencia, pues establece un diálogo entre las orillas mediante un artilugio que siendo estático, se eleva y salta sobre la naturaleza dinámica del río.
Es probable que la originaria ubicación de los poblados junto a los ríos estuviera en relación con la existencia de vados transitables en el estiaje, pero eso refleja el carácter nómada y circunstancial de tales asentamientos. La construcción del puente debe ser entendida por tanto como el acto fundacional de una ciudad junto a un río, pues es a partir de la materialización física de ese salto, que la ciudad se fija al lugar para siempre.
Es curioso que no haya profesión que se reclame de la competencia de tal artilugio pues los arquitectos parecen haber renunciado a hacer puentes, y los ingenieros de caminos añadieron a su titulación los canales y puertos olvidándose de ellos. El auge de las estructuras metálicas hizo durante un tiempo que fueran patrimonio de los ingenieros industriales, pero pasada esa fiebre no parece que nadie se reclame en exclusiva de objeto tan sagrado para la historia de la ciudad. No entiendo mucho de heráldica, pero considero que uno de los aciertos más felices del arte de los signos en esta ciudad es haber colocado el puente como motivo central de su escudo.
La evolución tecnológica y económica tan vertiginosa que se ha vivido en la segunda parte del siglo XX, construyendo autopistas por doquier, en las que los puentes ya no son tanto un salto entre dos orillas cuanto un elemento consustancial de la propia vía, que toda ella parece estar volando (o penetrando) continuamente sobre la superficie terrestre, ha banalizado no poco la imagen del puente como mito arquitectónico. Tras los dos puentes históricos que se ven en la hoja 1 01, el tercer puente que se construye sobre el Ebro en el término municipal de Logroño, aguas abajo de la ciudad, lo hace con esa facilidad que proporciona la tecnología en la construcción de autopistas.
Como reacción acaso a la dignidad y discreción de ese tercer puente, el cuarto, aguas arriba, se construyó exagerando hasta lo grotesco su aparato tecnológico, lo que le ha valido a su autor nada menos que el ingreso en la Academia de las Bellas Artes. Quienes vimos sin embargo construir ese puente, sabemos que el tablero se hizo apoyándolo sobre el río y que el arpa del que ahora cuelga se levantó sobre el mismo, y que una vez colgado se demolieron los apoyos sobre el río... (¿artes bellas? ¿o acaso mejor…, artes escandalosas, derrochadoras, frívolas, etc.).
Banalizados o hiperbolizados los puentes, el arte de hacer ciudad en relación al río no parece ya depender tanto de la construcción de los saltos sobre el mismo como del tratamiento de sus orillas. Y ahí es donde nuestra Logroño vuelve a hacer aguas por segunda vez.
Es una constante de la historia de las ciudades que éstas se replieguen sobre sí mismas cerrándose al exterior e ignorando los grandes elementos paisajísticos que les han dado origen. Sevilla con el río, Barcelona con el mar o Valencia con ambos, etc., son los ejemplos históricos que tenemos más a mano. Una vez cruzado el puente o fijado el puerto, estos no dejan de ser elementos ajenos a la dinámica interna de la morfología urbana y las tipologías arquitectónicas. Pero tarde o pronto es inevitable que en el crecimiento del organismo urbano, alguno de sus lados se tope con los límites que imponen el río o el mar. Y llegados a ese límite y ante la disyuntiva de mirar hacia dentro o hacia fuera, nace el gran problema del diseño de las ciudades en expansión del último siglo. Y mientras los paseos marítimos, especialmente cuando hay playas, se han convertido en los salones de las ciudades costeras, y cuando no las hay, en autopistas de circunvalación, o ambas cosas juntas, los bordes de los ríos han tenido una casuística más variada.
A juzgar por las primeras fotos del río de finales del siglo XIX y primera mitad del XX, la cerrada Logroño tenía una relación mucho más viva y directa con el río que en la actualidad. Ganadería, lavanderías, pesca, baños o paseos en barca eran actividades habituales en sus márgenes, proporcionando una imagen amable de la relación con el río que en absoluto puede contemplarse ahora. Los baños públicos y las actividades deportivas (Norias, Hípica, Berceo o Adarraga) se han instalado junto al río pero dándole la espalda. Las riberas se han convertido en parques cuyos bordes con el río están pensados como zonas salvajes y descuidadas. Y hasta los dos aprovechamientos hidráulicos de su corriente se han diseñado del modo más burdo sin consideración alguna con la calidad paisajística del río (véase LHDn32 y 86).
Puesto que el origen de Logroño tiene que ver con el río, es justo decir que la deuda arquitectónica que la ciudad tiene con el mismo, no sólo está pendiente sino que se ha disparado en los últimos años de un modo vergonzoso.




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