martes, 28 de abril de 2009

EL LUGAR LOGROÑO




Hablemos al fin de Logroño, que es el tema de esta guía. Mucho tiempo antes de ponerme a trabajar en los contenidos de este libro y a tomar tan en consideración una contemplación profunda y sostenida de la ciudad de Logroño, ya había hecho yo una cierta aproximación a entender esta ciudad en el paisaje cuando los amigos de la revista Archipiélago me plantearon en 1994 analizar el problema del tráfico y usar como ejemplo mi ciudad. Como no es un texto fácil de encontrar (está completo en la rev Archipiélago n 18-19) transcribo literalmente el primer epígrafe de ese artículo, pues aunque algunos datos se han quedado obsoletos, no soy capaz de hacer una descripción mejor:

“Como Palencia, como Zaragoza, Albacete, Ciudad Real, Castellón, Las Palmas de Gran Canaria, Valladolid o tantas y tantas ciudades españolas, Logroño es una ciudad eminentemente fea. Toda aquella construcción humana que no establece un diálogo con el paisaje acaba por tener un rostro chulesco y estúpido. La ciudad, en general, es una construcción humana que rara vez establece un diálogo con el paisaje, así que de la fealdad sólo se libran aquellas ciudades que, por estar construidas junto a un accidente geográfico tan difícil de ignorar como un monte, una playa, un acantilado o un río navegable, han debido aceptar el diálogo con él.
El lugar Logroño (375 m de altitud) está formado por cuatro elementos (no cuento de momento el cielo): (1) una planicie semiseca irrigada en parte por el río Iregua; (2) situada en un circo de tesos arcillosos de aspecto desolador, llamados El Corvo, Cantabria, La Plana, La Pila, Paterna y Caracocha (¡vaya nombrecitos!) en un diámetro de seis a diez kilómetros y que sobresalen de la planicie no más de doscientos metros; (3) cruzada lateralmente por el caudaloso e irregular río Ebro; (4) e inmersa finalmente entre dos bandas montañosas situadas a Norte y a Sur, a no más de veinte kilómetros, con alturas de hasta 1.400 metros. Las montañas del Norte tienen formas hermosas y bien definidas por sus roquedos calizos, Peña del Castillo, El León Dormido, Codés (o Yoar); mientras que las del Sur son más romas y oscuras, Moncalvillo, Serrezuela, Camero Viejo y Cabi-Monteros.
La ciudad Logroño nació con el puente de piedra sobre el río Ebro dando paso y estación al Camino de Santiago. Desde el principio, las ciudades quieren dialogar más con otras ciudades que con su propio lugar, por lo que al lugar y a la ciudad hay que añadirles en el mapa o en la descripción, casi de un modo inmediato, una red de sendas y caminos. Durante siglos, sin embargo, estas sendas y caminos que enlazaban unas ciudades con otras no se diferenciaban apenas de aquellas sendas y caminos que relacionaban la ciudad con su lugar: canales de ida y vuelta que irrigaban el territorio de un modo casi imperceptible y estático como en el sistema fisiológico de un ser monocelular.
El sistema de correo del siglo XVIII -extraído por F. Abad del catastro del Marqués de la Ensenada- es quizás el último esquema de relaciones interurbanas que, aun siendo ajeno a las condiciones del lugar, no lo perturban lo más mínimo. Seis hombres eran los encargados de comunicar Logroño con cinco estaciones/estafetas al ritmo del paso de las mulas, fundidos en la conversación con quienes iban o volvían de la ciudad al campo circundante.
La destrucción de este microcosmos comienza en las postrimerías del siglo de las luces cuando se funda la Real Sociedad Riojana, luego convertida en Amigos del País, con la misión de construir carreteras, o más bien carretera, pues todos sus esfuerzos se centraron en el eje Alfaro-Calahorra-Logroño-Pancorbo-Santander. El lema que figura en el escudo de esta Real Sociedad, Prosperarás extrayendo, resulta, dos siglos después, verdaderamente sobrecogedor: que el Progreso vaya íntimamente ligado a la acción de esquilmar no es algo que hayamos descubierto los ecologistas en los fines de la modernidad; ¡estaba inscrito en la propia propuesta del Progreso!
La velocidad con que progresa el Progreso es, además, fascinante: en 1831 ya están construidos todos los puentes sobre los ríos; están plantados los árboles que van a dar sombra a la carretera, están levantadas las casas de los peones camineros que trabajarán en su mantenimiento, funciona el sistema de aranceles de peaje, han nacido los servicios de diligencias (estudiados hace un par de años por Santos Madrazo) y ya, una nueva y más potente Administración Central arrincona a la Sociedad Económica de Amigos del País haciéndose cargo de las carreteras hacia el Sur (Soria) y el Norte (Pamplona). Pues bien, una vez construido todo este mundo periférico al lugar de la ciudad, no han pasado ni treinta años cuando se inaugura el tramo del ferrocarril Bilbao-Tudela, con estación en Logroño. Y por si fuera poca la velocidad del Progreso, otros treinta años después, ya a finales de siglo, cuando las diligencias de Garrido, Preciado, Pavía y Marqués agonizan por culpa del ferrocarril, el recambio está preparado: el 3 de diciembre de 1895 se matricula el primer automóvil en Logroño, un Richard-Brassier de 20 h.p., y el 16 de noviembre de 1905 se expide el primer carnet de conducir.
Las convulsiones sociales que siguen a tales cataclismos ralentizan las obras del Progreso durante medio siglo pero, en cambio, se pueden advertir ya sus consecuencias: en 1900, Logroño no llegaba a los veinte mil habitantes; en 1950, cuando todavía había mulas por sus calles y árboles en las carreteras periféricas, sus habitantes eran más de 50.000. Este Logroño en crecimiento empezó a sentirse encorsetado por el río y la vía del tren. Sagasta le había regalado un segundo puente antes de cambiar de siglo, pero la ciudad apenas hizo uso de él. Para seguir creciendo, Logroño prefirió trasladar la vía del tren, empresa que consiguió en 1960. A partir de entonces todas las cifras se dispararon, y treinta años después, cuando ya no hay ni una carretera con árboles ni peones camineros, y las mulas son vistas por los niños locales con tanta curiosidad como los elefantes, Logroño tiene autovía de circunvalación, autopista de peaje, y más de 120.000 habitantes con 40.000 automóviles (llamados turismos en el censo), 4.000 camiones, 3.000 motocicletas y 100 autobuses. Toda una potencia del movimiento y el transporte.
Y todo ello, claro está, metido en la misma explanada de seis kilómetros de diámetro definida por el monte Corvo, el Caracocha, la Pila, la Plana y Cantabria. Todo ello, digo, observado igualmente desde veinte kilómetros por el León Dormido, el Codés o el Serrezuela. La planicie irrigada por el río Iregua ha desaparecido fagocitada por las construcciones y al río Ebro debería llamársele más bien, cloaca Ebro. En fin, ni el cielo, ese quinto elemento sobre el que aún no he hablado, parece ser el mismo, pues suele estar surcado de estelas de aviones y, al decir de todos, ni da nieve ni tanta agua como antes.”

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